En 1941, uno de los maestros escritores de la Ciencia Ficción del siglo XX: Isaac Asimov (1920-1992), escribió un famoso relato llamado "Nightfall" para Astounding Science-Fiction ("Anochecer"-Cuentos Completos Vol. 1 - Ediciones B).
El relato mereció los más amplios elogios de la crítica del género, no debido a su prosa, sino a lo desconcertante hipótesis que plantea y su desarrollo ulterior: ¿Qué pasaría si los seres humanos hubieran evolucionado en un mundo siempre iluminado, en el que el concepto de obscuridad resulta aterrador y en el que cada dos milenios ocurre un eclipse que somete a sus habitantes a la inconcebible experiencia de estar inmersos en el velo de la noche?
Fue así que este muchacho de 21 años, que para entonces trabajaba en la tienda de dulces de su padre en Nueva York mientras atendía a la Universidad de Columbia, agarró desprevenidos a los escritores y lectores del aún incipiente género de la Ciencia Ficción con esta forma ingeniosa de mostrar lo irracional que puede ser el género humano ante el innato terror que sentimos hacia lo desconocido. En 1964 la Asociación de Escritores de Ciencia Ficción de Norteamérica (ahora SFWA, por sus siglas en inglés) votó la historia como el mejor relato de Ciencia Ficción escrito hasta esa época (el premio Nébula no apareció hasta un año después). También sería el ticket de entrada a Asimov al Hall de la Fama del género (The Science Fiction Hall of Fame, Volume I (1920-1964): The Greatest Science Fiction Stories of All Time, Chosen by the Members of the Science Fiction Writers of America - Editado por Robert Silverberg en 1970).
En fin, creo que para algunos de nosotros nos resulta familiar esa fascinación que sentimos cuando ocasionalmente hacemos una pausa en nuestra rutina diaria para mirar hacia un cielo estrellado. Es allí donde esta obra me llegó de manera directa y muy particular.
Aunque siempre he sentido una atracción especial hacia la astronomía y la astrofísica, difícilmente puede decirse que mi experiencia en esas materias sea siquiera la de un simple aficionado. Aparte de mi acercamiento virtual a través de la lectura, nunca poseí ningún equipo especializado para realizar observaciones directas.
Sin embargo, en el año 2001 el destino se encargó de regalarme una de las mejores observaciones que pueden hacerse con el ojo desnudo.
En septiembre de ese año tuve la oportunidad de asistir a un congreso en la Isla Grande (Big Island) del archipiélago de Hawái. Ya había planificado mi viaje de modo que pudiera contar con un par de días, luego del congreso, para realizar algo de turismo, en especial un peregrinaje al Observatorio de Mauna Kea, ubicado cerca de la cima del volcán del mismo nombre.
Este complejo de observación astronómica es el más elevado del mundo (4.200 m sobre el nivel del mar) y cuenta con una docena de observatorios internacionales, entre ellos se encuentran los que para ese momento eran los dos telescopios ópticos más grandes del mundo: los revolucionarios Keck.
Aunque el acceso a este tipo de aparatos es rigurosamente restringido, al turista de a pié se le permite merodear por entre las instalaciones del complejo, acompañado de su guía. Así, luego de seguir un largo y accidentado camino en un vehículo 4x4 repleto de primerizos ansiosos, llegamos a la cima poco antes del ocaso. No tuvimos tiempo de acercarnos a la galería de visitantes del Keck debido a que cerraban sus puertas a las 4pm. Sin embargo, a ninguno pareció importarle demasiado esa circunstancia. El interés de todos los presentes estaba en lo que veríamos en un momento, ¡la verdadera atracción del lugar!
Cuando finalmente anocheció, lejos de las luces de la civilización, levantamos los ojos de las cúpulas de los edificios de observación, ya casi indistinguibles en el horizonte. Poco a poco, como una esperada aparición en medio del silencio más absoluto, acompañada de una brisa helada y seca que se colaba por mi gorra de lana, comenzaron a verse los místicos puntos de luz, objeto de la obsesión de todos los presentes.
No habían pasado sino unos pocos minutos cuando esos puntos comenzaron a formar contornos familiares, para luego dejar paso a una luz tenue de trasfondo que contribuía a la sensación surrealista de la escena. Se trataba de nuestra galaxia materna: la Vía Láctea.
En medio de mi perplejidad, intenté tomar unas fotos del espectáculo con mi fiel Olympus IS-3000, pero obviamente no estaba preparado para hacerle justicia a lo que veía.
Afortunadamente, siempre hay alguien dispuesto a recorrer la distancia necesaria para lograr el objetivo de capturar para otros lo que de otra forma solo quedaría eventualmente disperso en nuestras decrépitas memorias. Así, les incluyo a continuación una foto tomada en el mismo sitio por un astrónomo aficionado canadiense. Es lo más parecido que he podido encontrar a mis recuerdos de aquella noche:
Finalmente, les dejo el video que disparó las memorias de aquel viaje que decidí compartir en el presente artículo. Se trata de unas tomas realizadas con una Canon 5D Mark II. La adaptación realizada a esta cámara representa el pináculo del nuevo instrumental usado en el "Time-Lapse", una técnica derivada del antiguo "Stop Motion", desarrollado durante más de un siglo en representaciones cinematográficas y de televisión del género fantástico y de ciencia ficción.
Incluso el nuevo estándar de video de alta definición 1080p (2 Mega píxeles) resulta humillado ante los 21 Mega píxles por cuadro y la sensibilidad de hasta ISO 25.600 que alcanza esta cámara, ya disponible en el mercado. Les invito a ver la presentación en la penumbra, a pantalla completa y con el sonido de su PC funcionando.
(Pueden disfrutar de la versión en alta resolución aquí)
NOTA: Todas las imágenes incluidas en esta entrada están referencias a la fuente. Basta con hacer click sobre ellas.